El último crimen de Colón (Alfaguara, 2001)
- Leonardo Levinas
- 11 oct 2023
- 12 Min. de lectura
Disponible en eBook (2014)

CAPÍTULO 1: El vértico y la duda Pero es el caso que los griegos nunca dijeron que no podían transponerse los límites. Afirmaron que esos límites existían y que aquel que osara transponerlos sería castigado sin merced. ALBERT CAMUS
En innumerables cuestiones concernientes a la vida de Colón han debido admitirselas vacilantes intromisiones de la duda. Narradores y cronistas no han podido, por ejemplo, establecer con total certeza cuándo nació o dónde fue que apareció en este mundo. Sin embargo, podemos convenir en que nació en Génova en 1451, y que concretó su mayor ha- zaña a los cuarenta y un años. Su padre fue un tejedor de lana que después se dedicó al comercio de quesos, paños y vinos; su madre fue hija de un hombre que también ejerció la profesión de los tejidos. Ambos lo bautizaron con el nombre de Cristóforo. Colón tuvo dos hijos. El segundo, llamado Hernando, quien alguna vez lo maldijo, a veces, para nombrarlo, utilizaba el honorable apelativo de “Colonus” que viene de “cultivar”. Según Hernando, su padre pensaba, o por lo menos dejaba traslucir, que su nombre lo obligaba, como en una sentencia, a imitar a San Cristóbal, de quien se ha dicho que llevó a Jesús en sus hombros a través de un río peligroso cuando era pequeño. Una premonición. Hernando solía recordar que el apellido Colón, en latín, se asociaba con paloma y que, como la paloma de Noé que había traído la señal de tierra en su pico, su padre alcanzó la tierra y trajo, o más bien llevó, una señal: el aceite del bautismo. Lo llevó sobre las aguas del Atlántico, a esas tierras diferentes de las de Europa y a unos pobres seres que hasta entonces habían estado confi- nados a la terribleos curidad del paganismo. De Colón se han dicho muchas cosas distintas y son demasiadas las conjeturas para un solo hombre. Se ha sostenido tanto que era altanero como que era humilde, que era porfiado en la defensa de un cómputo pero que podía alterar un cálculo sin reparos si acaso ello le era conveniente; para algunos fue un extraordinario navegante mientras que para otros sólo tuvo suerte en sus empresas, mucha más suerte que intuición. Surcó el Mediterráneo, navegó con gran frecuencia el Mar Océano –el mítico Atlántico–, inmenso pasaje hacia lo desconocido. Alguna vez pisó Inglaterra. Poco antes de morir aseguró haber estado en Islandia; fue hacia 1477, luego de pasar por Irlanda, sitio en el que tuvo muy premonitorios pensamientos. Hacia el sur y con los portugueses, alcanzó Guinea en África, aunque no es cierto, como lo declarara más de una vez –y sin duda con arrogancia– que haya cruzado la línea ecuatorial. Desde 1476 deambuló por Portugal y a los tres años se casó con Felipa Monizde Perestrello, hija del primer gobernador de Porto
Santo de Madeira donde residió por un tiempo. Ya antes había estado en Madeira, bajo el patrocinio de un mercante genovés, con el objetivo de adquirir azúcar. Esas islas eran uno de los límites del mundo conocido. Ubicadas a la altura de Marruecos, fueron descubiertas por marinos italianos allá por 1330. Luego las redescubrieron los portugueses en 1418 y las colonizaron hacia 1425. Allí, muchas veces Colón sintió angustia. Una angustia que carecía de partes; como un vacío. No consistía en reparar en algo o en pensar algo, ni suponía no pensar o saber o no saber. Era un abismo en el corazón. Las islas Madeira le provocaban la mayor pesadumbre y la más extraordinaria congoja, una presunción y una taquicardia pasajera, una atención hacia lo desolador. Pero a la vez, una esperanza. Las Madeira eran islas alejadas de Europa, como niños solos. Cuando en las noches elevaba la vista y miraba al cielo, sentía vértigo. Sin embargo ese aturdimiento era menor que el que le surgía de imaginar qué había más allá del horizonte visible del mar, impecablemente dibujado en el oeste durante los días límpidos, donde parecía que el agua tocaba el cielo cuando, en realidad, el agua y el cielo no se tocan nunca. Su angustia resultaba de la fascinación de imaginar una caída forzosa por los abismos prometidos por el mar, hacia los profundos precipicios de la fantasía que resultaban más hondos que la propia hondura que liga a los hombres con ese arriba alto y visible que es el cielo y que, en el horizonte, también parece precipitarse en el mar. El vértigo decididamente no poseía ningún sustento en la razón. De la razón se desprendía que el precipicio no existía. Cuando Colón soportaba aquel raro mareo podía especular con otras cosas, eludir la angustia, preservarse de esa conmoción y del sobrecogimiento. Su razón le sugería lo contrario: que la Tierra era redonda, que debía ser redonda, que esa forma se hallaba confirmada, por ejemplo, por la sombra indiscutiblemente curva que la Tierra proyectaba en la superficie de la Luna durante un eclipse. Una redondez avalada por las diferentes disposiciones de las estrellas de las queya había hablado Heródoto: conforme uno viajaba hacia el sur, ellas se acostaban cada vez más sobre el horizonte del Norte –en particular la estrella Polar, la amada por los marinos y Colón–. Eso sólo podía deberse al hecho de que la superficie de la Tierra era curva, la Tierra misma era una esfera. ¿Más prue- bas de una redondez? Colón sabía desde pequeño que cuando un barco se alejaba, primero desaparecía su casco y recién después la punta de sus palos...
No había testimonios de ningún abismo, pero de la forma redonda de la Tierra los había y muchos. ¿Aca solos barcos no regresaban siempre? También era cierto que nunca se alejaban más de lo debido... ¿Por qué no ir más allá, en dirección hacia donde nada termina? Más que confianza, eso requería una verdadera lealtad a la razón. Lo embarazoso era desafiar sus consecuencias, provocarlas, tener una determinación superior a cualquier cobardía y, sobretodo, financiamiento, lo más difícil. La falta de dinero hacía que, su espíritu desembocara en una nueva angustia, la de su propia inacción, otro vacío. ¿Quién costearía un viaje para que a su regreso, él contase que ese abismo no existía? Esa postergación llevaba dos mil años, exactamente, desde que los pitagóricos y los eléatas declararan que el hombre habitaba la figura más perfecta, la esfera, en la que un punto podía ser el inicio y el fin de un mismo viaje. La superficie terrestre sugería una idea, una consecuencia trivial y a la vez fantástica que a Colón lo obsesionaba: la existencia de caminos cerrados que pudiesen conducir al lugar de la partida regresando desde el lado opuesto. Esa posibilidad era legítima y sensata: ir siempre en la misma dirección, distanciarse cada vez más de un punto y de pronto comenzar a acercarse a él desde el otro lado, cada vez más próximo al origen; cada vez más allá y a la vez más cerca y más acá. Se podía dejar una miga de pan flotando en el agua y alejarse, y tiempo después recogerla regresando desde el otro lado sin haber cambiado jamás el rumbo de la travesía. En las playas de las Madeira, Colón imaginaba esas cosas. Había navegado el Atlántico y allí mismo lo tenía por delante, o mejor dicho alrededor, como un desafío y un estímulo. Las aguas del Gran Mar debían conectar esas tierras de Madeira con otra tierra en el Poniente. Una provocación milenaria. Colón sentía la tentación como la puede sentir cualquier hombre. Pero necesitaba dinero y suministros.
CAPÍTULO 2: Reminiscencias
Si, por otra parte, consideramos la Naturaleza como la colección de fenómenos externos al hombre, los hombres sólo descubrirán en ella lo que a ella lleven. OSCAR WILDE Un domingo de 1482, Colón caminaba por una playa de Madeira con Felipa, su esposa. Iba cabizbajo mirando la tierra; a veces levantaba la cabeza, se erguía y miraba el mar hasta donde llegaba la vista. Suponía la arena bajo sus pies en ese mismo sitio desde la creación del mundo, y el agua revoloteando en el mismo mar en un juego milenario, que la traía y la llevaba al más allá invisible detrás del horizonte. –A veces siento angustia –dijo él–, verdadera angustia. –Por lo que hay más allá –observó Felipa–. Porque te preocupas demasiado en atender las cosas... –Claro. Ahora, por ejemplo, atiendo tu tocado... Te identifica como mujer... Felipa observó que su esposo miraba su pelo y cambiaba su semblante solemne hacia un gesto neutro, casi impasible. Caminaban al mismo ritmo. –En el norte –dijo Colón– el tocado indica la edad y el estado social o si la mujer tiene hijos. En Flandes, reconocen su origen contando los pliegues. Observan de qué manera se disponen los alfileres. ¡Es ridículo porque son detalles tan nimios...! –Y tú te preocupas por distinguir los horizontes occidentales de los orientales... ¡Pero si son todos iguales...! –comentó Felipa creyendo que lo que había dicho era pertinente. Hizo una pausa, pero como Colón no dijo nada, preguntó–: ¿Por qué será que siempre llevamos tres capas de ropa? Mira: yo llevo un vestido exterior y después uno interior, y encima este manto... –Y yo una camisa y encima un jubón y abajo las calzas... Tres cosas. Yo también... –comentó Colón sonriendo–. Y la túnica... Cuatro. Gano yo. –La túnica no es una ropa sino un adorno. –Toda ropa es un adorno– y Colón recorrió su propio cuerpo con la vista–. Así me parezco a un triángulo. Un triángulo invertido, con la base y todo el peso arriba y la punta abajo. –Y yo un triángulo apoyado sobre su base –y Felipa señaló la parte inferior de su vestido–. Somos dos triángulos. Colón la miró con ternura. No imaginó que moriría tan rápido, poco después del nacimiento de Diego. Muchas veces intentó representársela vieja. Conocía a la madre de Felipa y recordaba sus facciones: debían ser los anticipos de la cara de su esposa, increíblemente arrugada, con los rasgos marcados, esos rasgos que por entonces eran suaves o incluso invisibles y que, con el correr de los años, abandonarían la delicadeza del rostro para formar parte de una máscara de piel. Una suma de líneas gruesas, de pómulos hinchados y pequeñas grietas junto a la boca, de una frente que habría de parecer un textil hecho de carne, de diseño imperfecto. La papada, las ojeras y las bolsas negras... Felipa era hermosa. Colón pensaba que moriría después que él. –Antonio Leme me contó que una vez navegando hacia Occidente vio tres islas –dijo de improviso.
–Pero no partió desde aquí... –No. ¿Cuántas veces ya te lo conté...? Pobre Felipa.¡Qué paciencia!, pobrecilla... Antonio Leme era escandinavo. Él me lo contó aquí mismo, en Madeira. Navegó al oeste de la isla Terceira en las Azores. Felipa se disponía a escuchar nuevamente el relato. –Están mucho más al Oeste, más adentro del Gran Océano que lo que nosotros estamos aquí, mucho más, pero también más al Norte. Están más lejos hacia al Oeste pero no tan al Sur como nosotros; es fácil, son los puntos más occidentales conocidos, más aún que Islandia. Antonio dijo que descubrió tres islas...¿Y los Da Fonte...? João y Álvaro. Eran hermanos. Vivían en las Azores. Se consumieron la fortuna para buscar unas islas y jamás las alcanzaron; dijeron eso, eso es lo que se dice... –También me lo has contado, Cristóbal... Y esas cosas de un tal Díaz, vecino de la villa de Tariva... –¿De Vicente Díaz...? Vino de Guinea y vio una isla o tal vez la imaginó y fantaseó con que estaba habitada... –¿O fuiste tú el que fantaseó todo eso? –¿O fui yo...? –Colón pareció admitir. Intentaba agregar nombres, alguna fecha a los viajes y a los misterios del Oeste. –Y Pedro... –agregó Felipa. –Pedro... Nuestro Pedro Correa, tu cuñado, que encontró esas cañas tan gruesas con esos nudos... Entre nudo y nudo entraban nueve garrafas de vino. Jamás vi cañas de ese tamaño. ¿No encontró un palo prolijamente labrado? Seguramente lo trajeron las aguas del oeste. Esas cañas eran naturales pero en Madeira no existen, mientras que un palo labrado es obra de un hombre, eso no es natural. Qué curioso que todas esas cosas vinieran desde aquella dirección... Aquí predominan los vientos del Este. –Ya lo sé...
–Y si vinieron de África como algunos dicen, entonces debieron dar un gigantesco rodeo, demasiado gigantesco, sería imposible e hizo el gesto exagerado de un rodeo. Sentía que esos indicios habían venido de cualquier parte, menos de su imaginación. Mirándola fijo, exclamó–: ¡Martín Vicente! También te lo he contado... –¡Por supuesto...! –Felipa hizo como que intentaba rememorar algo. –Comentaba la rareza de una pieza que encontró a cuatrocientas cincuenta leguas, ¡cuatrocientas cincuenta leguas de Portugal tomadas desde el cabo San Vicente! –¿Era...? –Era un piloto del rey. Del rey de Portugal, se entiende. Encontró una pieza tallada en madera. Durante muchos días había soplado un viento Oeste... –Ahora repetirás lo de San Vicente... –¿Por qué no...? Fue mi único naufragio y es verdad que casi muero. –Y entraste en Portugal. Nadaste por tu vida. Cerca de ese cabo San Vicente.¡Pero dilo tú...! –...exactamente desde donde salían las expediciones enviadas por el príncipe Enrique. –Y fue un verano... –El verano de 1476. El Mediterráneo estaba en guerra, unos contra otros. Génova tenía un salvoconducto del rey francés para que las resinas aromáticas, nuestra carga, pudieran pasar a Lisboa, tan llena de genoveses como yo. Desde allí a Inglaterra y a Flandes. –Y los atacó una armada de franceses y portugueses comandada por el corsario. ¡Guillaume de Casenove! –repitió Felipa que conocía bien la historia–. Y dos barcos lograron escapar... Hacía tiempo que no lo mencionabas. –Cinco meses después, nuestra flota siguió viaje. De Londres fuimos a Bristol y de ahí a Galway en la costa Oeste de Irlanda, donde termina Europa– prosiguió Colón como si no la hubiese escuchado. –Una vez escribiste algo; lo leí, lo recuerdo... –Se refería a unas notas que Cristóbal había apuntado acerca de un hecho extraño–. Decías que habían llegado unos hombres de Cathay. Que en Galway un hombre y una mujer de aspecto raro llegaron a tierra en dos troncos de árbol. Escribiste eso, más o menos... –Pudo tratarse de aquellos a los que les dicen esquimales, apartados de sus tierras por algún ciclón.¿No encontraron pinos gigantes de una especie desconocida en las Azores? Se dice que recogieron de las aguas a dos cuerpos humanos que no parecían cristianos. ¿De dónde provendrían?, dime –preguntó Colón como si no conociera la respuesta. La angustia lo sacudió como un espasmo. Apuró un poco el paso. Felipa seguía su andar. Colón siempre alternaba su mirada entre la arena que rodeaba sus pies y el agua del mar. A veces miraba a su mujer a los ojos. –Una carabela pretendió navegar hasta Inglaterra. Venía de España. Se desvió hacia Occidente por las tempestades. Me da escalofrío... Alcanzó una tierra exótica, seguramente lejana. La mayor parte de la tripulación murió. Después murieron los sobrevivientes que habían logrado regresar. Una carabela, una tempestad y muchos muertos... –Seguro una leyenda... Lo de las tierras fantásticas... lo demás, no. –Tal vez sí. No, a veces no lo creo... A lo mejor...¿Pero no es eso lo que hacen los hombres? –¿Qué cosa? –preguntó Felipa, como alguna otra vez después de sostener con su esposo prácticamente el mismo diálogo y casi en el mismo orden. –¿Qué cosa...? ¡Morirse...! ¿Qué tiene eso de fantástico? El propio piloto...
–Tú no crees que eso fue algo fantástico, lo sé, y a veces te obsesiona. –El propio piloto, digo yo, me señaló rutas y rumbos... a mí... –Los tienes guardados en nuestra casa... Colón tuvo el impulso de besarla al advertir una repentina dulzura en la expresión de Felipa y porque deseaba interrumpir la conversación. La playa viraba sensiblemente hacia el Norte y después al Noroeste, hacia las Azores lejanas. Caminaban en las últimas horas del día y el tiempo parecía la arena caída de un reloj. –Mi minúsculo triángulo –dijo él de pronto–. Debes sentir mucho calor con esa ropa. –Ahora tengo un poco de frío, ya anochece... Colón hubiese querido ver el Sol desapareciendo hacia el Oeste, hacia esa dirección que lo ofuscaba, pero desde esa playa era imposible. –¿Y si regresamos? Volvían al pueblo. Su imaginación volaba a un día situado mil quinientos años atrás, cuando Estrabón sostuvo, imperturbable, que lo que impedía circunvalar la Tierra hacia el Oeste no era la eventual presencia de un continente en el camino impidiendo el paso, sino la falta de decisión de los hombres y la escasez de provisiones necesarias para llevar a cabo el intento. Era posible ir desde Iberia hasta las Indias persiguiendo el horizonte occidental. Pero las naves eran diminutas y además, ligeras. Si el mar continuaba sin abismos, los hombres no tolerarían la sed una vez consumidos el agua, la cerveza y todo el vino. Ni tolerarían el hambre, porque los peces, único sustento natural en mar abierto, debían vivir en aguas cada vez más profundas y sería imposible capturarlos. Colón creía que ése era un capricho del mar; todos lo marinos lo pensaban. Evocaba una tierra en medio del océano. La inversión de un precipicio, por caso una pared, posiblemente un continente –¿qué importaba si flotaba o no?–, como un obstáculo conspirando con el camino libre pero salvando la sed y el hambre. Contra un obstáculo así se debía chocar. Un obstáculo era algo material, no una falta como lo era un pozo o un abismo. ¿No había testimonios de ínsulas que no eran firmes, que flotaban, y que debido a su condición inestable cambiaban continuamente de lugar? A ve- ces, según testigos, salían a flote; después,de repente, se sumergían. Lo hacían tan rápido como eso podía contarse. Felipa y Cristóbal regresaban caminando sin prisa. Colón, ya sumergido como ella en la noche cerrada de Madeira, le preguntó: –¿Acaso no existen los espejismos...? Fue sorpresivo. Ella conocía el tema de esas visiones pero desconocía qué aspecto evocaría esta vez su marido. –Yo mismo he visto objetos que estaban muy lejos, detrás del horizonte –adujo Colón– y que no obstante podían verse desde más acá: barcos, playas desde el mar. Espejismos. Los espejismos representan cosas reales. En verdad que es cierto. –¿Las islas que aparecen de súbito...? –pareció comprender Felipa. –Islas que aparecen y desaparecen como una nube, como si estuviesen compuestas de humo. En la oscuridad Colón concibió de qué manera lo situado por detrás del horizonte podía, de repente, aparecer y levitar, volar y muy pronto desaparecer regresando a su lugar original, con la misma rapidez con la que un palo sumergido se endereza al ser sacado del agua y vuelve a ser él mismo.
COMENTARIOS DE LA PRENSA
"El Colón de Levinas es un hallazgo: un ser obsesionado, convencido de probar algo con esa pasión que rápidamente puede trocar en falta de escrúpulos, atormentado, confiado, taimado, dispuesto a apostar su vida entera a una hipótesis, encubridor, embustero " (“La Nación”, Buenos Aires).
"Con escritura explícita y abundante en minuciosos pormenores nunca revelados, Levinas traslada al lector la fascinante desolación de los paisajes oceánicos, la sensación de soledad, el temor y la angustia de los tripulantes sumidos en la ignorancia" (“La República”, Montevideo).
"Una interpretación original, curiosa e incitante La tesis es discutible, seguramente, pero la novela se lee con placer y tensión. Fina erudición y buena narrativa conforman una interesante combinación" (Leonardo Moledo, Página 12, Buenos Aires).
Disponible en eBook (2014)

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