Los tres capítulos iniciales de la novela: "Te lo digo por bien"
- Leonardo Levinas
- 14 nov 2024
- 12 Min. de lectura
Actualizado: 21 nov 2024

Dedicada a los que son libres: a los que lo saben y a los que no lo saben todavía.
1
Adelanté mi brazo para alcanzar el paquete de cigarrillos, decidido a transgredir la prohibición de fumar. El corazón me latía rápido, cada vez más; los ojos pestañeaban al ritmo de mi respiración. La cajilla esperaba como un animalito quieto sobre la mesa. Quería elegir uno, llevarlo a mi boca y encenderlo.
Frente a mí estaba sentado Carlos Rosenfeld. Trataba de no mirarle la cicatriz del lado derecho de la cara, que en realidad no era muy evidente, aunque a veces se la cubría con una mano. Tenía poca barba y las cejas pronunciadas se destacaban en su rostro alargado. Los ojos eran grandes y marrones. También en la pierna izquierda tenía una cicatriz más profunda que la de la cara.
Mi frase todavía reverberaba en el espacio. Me di cuenta de que Carlos intentaba procesarla. «Te lo digo por tu bien», le había dicho. Ya la escena habría consumido unos diez latidos o, mejor dicho, veinte latidos considerando también el corazón de Carlos.
Antes de alcanzar el paquete de cigarrillos, avancé sobre mi asiento. Enseguida me percaté de que el arranque original de mi cuerpo había resultado insu ciente y que, para garantizar que la mano llegara al paquete, debería moverme. Completé otro pestañeo. Sería el último cigarrillo de una tarde de sol y cielo azul que atravesaba la ventana.
—Haceme caso, Carlos —dije encendiendo el cigarrillo sin esfuerzo y repetí—: Ponele al programa Te lo digo por tu bien.
2
Poco más de un año después, yo cruzaba la puerta de salida de la radio. Carmen me esperaba en la vereda, llevaba los zapatos rojos que me gustaban y ella lo sabía. La saludé con una sonrisa, intenté darle un beso en la mejilla, pero corrió su cara para besarme en la boca; nos conocíamos poco y no sabíamos muy bien cómo besarnos. Yo venía de grabar, junto a Carlos, el diálogo entre un policía y un exconvicto para el programa.
Caminamos un trecho corto y cruzamos la calle de la mano.
—Estuve torpe —le dije—. Carlos interviene mejor en los programas, por algo él es periodista. —Carmen reconoció mi fastidio y con un gesto me invitó a explayarme—: Les pregunté si para un policía y para un convicto la justicia es lo menos y más importante... —Y ahí mismo quebré la frase como si no creyera más en ella. Mis pulmones guardaban su ciente aire, pero igual lancé un suspiro corto y dije la palabra que faltaba—: «Respectivamente». ¿Te imaginás lo ridículo del caso?, porque mi pregunta fue más o menos así: «¿Es la justicia lo menos y más importante para un policía y un exconvicto respectivamente?». No, no dije «respectivamente» —le confesé a Carmen—. ¿Te imaginás a alguien usando esa palabra por radio? Lo pregunté de otra manera, pero enseguida les pedí que no respondieran esa pavada y cerramos el programa.
—Pero, entonces, ¿de qué te quejas? Dime... —preguntó Carmen con su seductor español.
Serían las ocho y media de la noche y hacía un rato que había dejado de llover. Una brisa indecisa ondulaba el agua de los charcos, donde los re ejos de los edi cios parecían de aceite. Carmen me preguntó si de verdad me preocupaba lo que había preguntado.
—Lo que me preocupa es mandar al aire la grabación con ese cana. «Cana» aquí es «policía» —le aclaré.
—Lo sé.
La brisa deambulaba por el lugar. Corría perfectamente paralela al piso y al chocar con nuestros cuerpos creaba pequeños remolinos a su alrededor. Cada vez que Carmen escuchaba la palabra «policía», en su rostro se instalaba un gesto de fastidio. No sé si ese fue el motivo o el pretexto, pero se detuvo, rara, y me besó con intensidad. Recibí con placer la presión que ejercía el dibujo de sus labios sobre los míos. Avanzamos luego varios pasos abrazados, a pesar de que el camino estaba minado de charcos. Recién en ese momento me percaté de un sutil cambio en su pelo, que combinaba tan bien con su ropa azul y roja, apenas suelta. Se me ocurrió preguntarle por qué se había teñido de rubio siendo ella tan rubia, pero le pregunté otra cosa:
—¿No es increíble que un exconvicto haya insinuado que debería haber estado preso por otro delito por el que lo inculparon delante de un policía y frente a dos extraños como Carlos y yo?
—¿Por qué no les planteasteis si serían capaces de intercambiar sus roles?, ¿no es algo que habitualmente hacéis con vuestros invitados?
Carmen comenzó a silbar una canción. Tenía que acostumbrarme a sus reacciones inesperadas y a veces raras, fuera de cualquier previsibilidad. No pasaron ni diez segundos cuando se interrumpió para responderse ella misma la pregunta que me había formulado veinte metros atrás:
—Te hubiera respondido que no, le resultaría casi imposible ejercer una actividad tan contraria a la suya.
Yo pensé que se refería a que el policía no podía verse a sí mismo como un exconvicto, pero Carmen me aclaró su idea:
—Te he oído decir un par de veces que en este país hay quienes eligen o bien robar o bien hacerse policías; si el exconvicto, como le llamáis, pre rió robar y ya está libre, ¿para qué querría hacerse policía?
Me hizo pensar un poco.
—There’s someone in my head that is not me —cantaba. Su voz sonaba bella, pero algo en el tono parecía modi car su rostro, al menos como yo lo conocía. Traduje para mis adentros esas palabras; las diría por inercia —imaginé—, como si lo que se le hubiera pegado fuera la melodía más que el contenido de la letra.
Entramos en un restorán y elegimos una mesa. Carmen todavía cantaba la canción en ese inglés gracioso que suelen adoptar los españoles.
—Hoy invito, así que podría elegir yo la comida —comenté sin intención de interrumpir su canción, aunque ella la cortó en medio de mi frase.
Nos tomamos las manos en el centro de la mesa. Nos miramos hasta que el silencio se volvió precario y entonces ella, casi exclamando, dijo:
—¡Qué gracioso cómo aquí a los camareros les decís «mozos»! —Y luego retomó la canción de Pink Floyd exactamente en el mismo punto en el que la había abandonado.
—«Mozo» cada vez se utiliza menos —aseguré—. Antes, incluso hasta los chicos decían: «¡Mozo, venga para aquí!». ¿Sabías que los menús simbolizan la libertad? —se me ocurrió decirle.
—¡Tú encuentras la libertad dando la vuelta a cualquier esquina!—Todo lo que el menú propone es cierto y existe sin más.—Y también que te han de cobrar los precios que lleva escrito.—Mienten mucho menos que un periódico, un ensayo o una novela; en
realidad, no mienten nunca. Llevado a la altura de género literario, el «menú» sería el único género que posee un discurso no solo verosímil, sino también dedigno y verdadero —concluí solemne.
—¿Cómo es eso?
—Es muy sencillo: si el plato que anuncia un menú todavía no existe o no está listo, se convertirá en real cuando uno lo encargue y el cocinero lo prepare. La decisión del cliente decide lo que será verdadero en un futuro muy cercano.
—¿Debo entender que todo menú tiene escrito en él los posibles futuros? — preguntó Carmen sonriendo—. ¡Qué idea tan simpática!
—Y cada futuro lo decide cada cliente.—¡Con que esas tenemos!—Y la decisión de elegir algo que ya está escrito en un menú no está en la
cabeza, sino más bien en el estómago. Y todavía más: interviene el pasado porque se decide el futuro por medio del recuerdo de los sabores. Mejor ejemplo de un acto libre, imposible.
—Lo que es obvio, Martín, es que tú te sientes muy libre cuando eliges una cena. Dime, ¿y qué otras veces sientes eso?, ¿conmigo te sucede?
No sabía si con ella sentía ese tipo de libertad, pero asentí con la cabeza agregando una sonrisa que duró lo su ciente como para que creyera que sí, hasta que dije:
—Pidamos vittel toné o morrones asados —propuse—. El vittel toné está muy bien y le ponen la cantidad justa de anchoas. Pero si querés, elegí vos.
En eso se acercó el mozo, dispuso los platos, los cubiertos y las copas y esperó el pedido sin habernos dado jamás las buenas noches.
—Vittel toné —pedí.
—¿Cuál era la otra alternativa? Ah, pimientos —recordó Carmen—. ¿Pero por qué en este país les dicen a los pimientos «morrones»?
La pregunta me tomó por sorpresa y no supe qué responder.
3
Era temprano, me estaba afeitando y la espuma cubría parte de mi cara. La puerta del baño había quedado abierta; a través del espejo, vi la silueta de Carmen en la penumbra del pasillo. Debía de estar desnuda. No la veía lo su cientemente bien porque caminaba a contraluz. Se acercó. Me lanzó un beso que rebotó en el espejo y buscó mis ojos mientras yo advertía que, sobre la repisa del anaquel, ella había apoyado un cepillo de dientes.
Ya estaba detrás de mí, pegada a mi espalda. Extendió su brazo izquierdo y con la mano tanteó el cepillo de dientes hasta que logró atraparlo. Con la otra mano usurpó el tubo dentífrico y acostó la pasta blanca sobre las cerdas. Recorrí con la mirada en el espejo aquel trazado blanco, como si se tratara del nacimiento de una línea.
—¿Desde cuándo te limpiás los dientes con ese cepillo? —pregunté.
—¿Con qué quieres tú que los limpie? —Y cambió el cepillo de mano, frotándolos con la torpeza de su derecha que, en el espejo, parecía una mano izquierda.
—¿No eras zurda? —inquirí, pero ella pre rió eludir esta pregunta y seguir respondiendo la anterior.
—Siempre llevo este cepillo en la cartera, pero me lo llevaré si así lo deseas. —¿Adónde lo querés llevar? —pregunté.Aún tenía buena parte de mi cara cubierta de espuma y abrigaba una doble
fantasía: echarla a la calle sin razón o darle un abrazo que nos llevara a la cama o a un lugar más cercano; al pasillo, por ejemplo. Ella me esquivó y se acercó al lavabo, escupió con delicadeza y me preguntó, esta vez, al oído:
—¿Qué crees tú que es un cepillo de dientes, un vestido de novia?—¿Desde cuándo te cepillás los dientes con esa mano? —pregunté.Carmen tampoco respondió y la vi, en el re ejo, fruncir el ceño por primera
vez. Dejé de afeitarme. Todavía de espaldas a ella, apoyé mi mano libre en su
entrepierna y comencé a acariciarla. Desnuda parecía más baja. Me di vuelta apenas y, al rozar con suavidad uno de sus pechos, se me salió parte de la espuma. Mi barba la lastimó un poco. Entonces imaginé decir algo indecente que enseguida decidí moderar y, en cambio, propuse otra cosa:
—En el pasillo hagamos lo que quieras, pero me gustaría verte masticando el cepillo y, una vez que estemos en el piso, que te tragues la espuma.
Nos tiramos en el piso alfombrado del pasillo que, en la oscuridad, parecía un túnel. Los dientes de Carmen masticaban el cepillo y su boca caliente mordía ese objeto creado para otra función. No escupió nada. Nos revolcamos mientras ella acumulaba una saliva de sabor dulce. Ignorábamos quién tocaba a quién: si la mano palpaba la otra piel o si la piel del otro era el propio tacto; si la mano acariciaba o era acariciada por los límites imperceptibles del cuerpo ajeno. En la vorágine llegué a decirle que solo desde que ella me había tocado me sentía vivo.
Sonó el timbre e instintivamente miré mi muñeca izquierda buscando el reloj para ver la hora. A veces no me acordaba de que ya no lo usaba a causa de un con icto que estaba teniendo con el tiempo. Debían de ser cerca de las diez. Carmen estaba bocarriba, con mis dedos enredados entre sus piernas. Como si la hubiera activado el sonido del timbre, apareció Lina, la tortuga que vive en mi departamento; en ocasiones deambulaba por ahí sin rumbo jo y esta vez venía hacia nosotros con particular rapidez. Solo podía ser el encargado del edi cio.
—Todavía tenemos tiempo para hacer algo más —dije ubicando mi rodilla derecha entre sus piernas abiertas y metiendo la mano casi entera en su boca—. Va a tocar el timbre otra vez, todavía tenemos tiempo.
Me excitaba imaginar todo lo que el portero ignoraba: pensé que podía sospechar cualquier cosa, pero nunca eso. Hacíamos el amor con urgencia, a Carmen la miraba tan de cerca que su cara me parecía otra cara. Tragó un poco más de pasta dentífrica, como si acabara de beberse el mundo en un trago viscoso y dulce, mientras yo la besaba en una oreja y en la boca. Sus ojos verdes re ejaban la opacidad del techo como si fueran negros. Nos deseábamos y teníamos ganas de querernos.
El timbre volvió a sonar. No había considerado que volver a mi condición normal me llevaría por lo menos un minuto ni que, en ese estado, no podría
abrir la puerta.—¿Quién es? —grité.—¡El encargado!—¡Ah, Raúl! ¡Ya abro! Quedate aquí si querés —le dije a Carmen en voz baja
—. Me visto y le abro y después seguimos o, si preferís, hacé el desayuno.Ella permaneció acostada. No hacía falta ocultarse, a menos que el portero tuviese por costumbre mirar el interior de los departamentos cuando le abrían la puerta. Tomé mi ropa del sillón y caminé hacia la entrada vestido a medias. Abrí
y esperé el saludo de Raúl.—Buen día —masculló el encargado—. Es para usted: un telegrama. Lo recibí
y rmé yo mismo. Se lo traje enseguida. Vinieron hace un ratito nomás. Subí especialmente porque es un telegrama. Hace un ratito nomás lo trajeron — repitió— y yo lo rmé. ¿Se estaba afeitando?
Sentí un fuerte ardor en la parte de mi rostro sin crema. El portero, estoy seguro, le había prestado atención a la otra mitad de mi cara con la que yo no había hecho nada y la espuma de afeitar ya era una suerte de agua blanca.
—Me afeitaba, sí —le dije y sonreí con esfuerzo, como si estuviese compareciendo ante un juez.
Tomé el telegrama y le agradecí. Raúl se despidió diciendo dos veces «por nada» y agregando un «hasta luego», dos frases que parecieron provenir de un sacri cio.
Trabé la puerta intentando acordarme si alguna vez en mi vida había recibido un telegrama. Herméticamente cerrado, un poco arrugado, no pude imaginar su contenido: tal vez una or seca y aplastada —por decir algo— o, simplemente, una acumulación de palabras.
—¿Un telegrama? —preguntó Carmen.
Ya no estaba en el piso del pasillo, sino sentada en el desnivel, sobre una escalerita que separaba la parte del ambiente que hacía de living con la sección del pequeño comedor, un precipicio para mi tortuga del cual casi siempre se caía. Carmen me mostró su desnudez. Yo no hubiera podido ignorarla así hubiese recibido una bomba. Sus curvas provocaban formas estupendas.
—Sí, voy a leerlo.
—Recuerda terminar de rasurarte y haz el desayuno, ayer lo prometiste.
Abrió sus piernas y, mirándome a los ojos, me dijo con una voz totalmente nueva esa mañana:
—Ven aquí.
—Quiero leer esto —dije. ¿Había sido consciente de que aquello era lo contrario de lo que en verdad había querido decirle? Me encontré a mí mismo acorralado por una combinación de deseos—. Haceme lo que quieras mientras leo el telegrama.
Ella se negó, se levantó y fue al baño. La escuché escupir y cantar otra vez esa canción que decía there’s someone in my head that is not me. ¿Quién estaría en esos precisos momentos en su cabeza?, me pregunté mientras empezaba a leer en voz alta:
Estimado Dorio por lo de la policía no se preocupe hágale caso a Rosenfeld estoy seguro que el programa va a salir bien.
¿No debería decir «estoy seguro de que el programa...»? Pero en lugar de preocuparme por el queísmo del autor de aquellas líneas, intenté imaginar las razones que habría tenido para mandarme un telegrama. Lo primero que pensé, por la inclusión de la palabra «programa», fue que se trataba de un oyente. Repentinamente, me vino un pensamiento que rechacé de inmediato: revisar la cartera de Carmen para ver si llevaba un desodorante en aerosol y otro en barra, con perfumes distintos: dos días atrás había percibido en ella varios perfumes, por los menos cuatro: dos en sus axilas y dos en su cuello.
—¡Apúrate con eso, que el desayuno ya está pronto! —gritó Carmen mintiendo con candor. Acababa de salir del baño, según lo que podía escuchar, y solo había llegado a encender la hornalla.
Me fui al dormitorio, quería terminar de vestirme. Descubrí dos pares de calzado: unas sandalias amarillas y los zapatos rojos de taco alto; con esos últimos había parecido mucho más alta la noche anterior.
Desayunamos en la cocina. Después Carmen se vistió en el baño, pero siguió descalza. Se había colocado cuatro aros, dos en cada oreja; señal, pensé, de que se
iría a hacer algún trámite. O señal de que se marchaba para siempre.—Préstame esa carta —acabó por decirme mientras recogía sus cosas.—Está sobre el sofá y no es exactamente una carta...Ella se sentó en el sofá. Revisó el telegrama. Yo, mientras, contaba los cigarrillos de un viejo paquete al mismo tiempo que los sacaba de su interior. —¿Qué haces?, ¿acaso fumas? —preguntó.Volví a meter los cigarrillos en el paquete y lo tiré con desgano en el sofá. —Me voy, mi amor, ahora sí —me dijo sin más—. Voy a buscar una nota a la facultad y luego a mi casa. La acompañé hasta el ascensor. Agaché mi cabeza y la apreté contra sus pechos.
Después me acerqué a uno y otro lado de su cuello hasta percatarme de que desprendía dos perfumes diferentes: frescos y recientes. Cerré la puerta del ascensor y luego la de mi departamento y, una vez en el sofá, volví a leer detenidamente el telegrama:
Estimado Dorio por lo de la policía no se preocupe hágale caso a Rosenfeld estoy seguro que el programa va a salir bien.
Incluso antes de terminar de leerlo, sentí cierto temor. Tenía que hablar con Carlos del asunto de la grabación del día anterior para resolver una situación. El telegrama me sonó a una amenaza y lo dejé caer al piso.
Tomé otro cigarrillo del paquete; la mano me temblaba, me pesaba más que otras veces. Porque las manos también pesan, me di cuenta mientras contemplaba a través de la ventana la mañana lluviosa de ese lunes, fumando como no lo hacía desde que le propuse a Carlos que el programa se llamara Te lo digo por tu bien.
Terminé el cigarrillo y busqué el telegrama. La tortuga intentaba comerlo, lo mordía con espasmos sin conseguir triturar ninguno de sus bordes. Lo agarré de la parte opuesta a la mordida. Con la otra mano tomé a la tortuga y la apoyé junto a mí en el sillón por temor a pisarla.
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