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MI CELULAR Y YO (cuento corto)

  • Foto del escritor: Leonardo Levinas
    Leonardo Levinas
  • 17 ene 2024
  • 4 Min. de lectura


Por Leonardo Levinas


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Hace varios años, cuando por fin me decidí a disponer de un celular, aún seguía mal acostumbrado a comunicarme con quien fuera por correo electrónico, por teléfono de línea o personalmente, cara a cara… Eso sí, ya hacía tiempo que recordaba con nostalgia el fascinante y sugestivo ejercicio de escribir cartas. Añoraba esa ansiedad que provenía del deseo de que mi correspondencia llegase correctamente a destino; y añoraba, también, las ansias por recibir, algunas semanas después, la réplica a mis misivas dominado por esa sensación de suspenso que nos generan las respuestas aguardadas con anhelo.

De un tiempo anterior, cuando todavía no existía el celular, evoco las largas llamadas telefónicas a un amigo o a una novia, lo que provocaba el insistente pedido de aquellos con quienes convivía, mi familia, para que cortase la comunicación de una vez por todas con el fin de que quedara disponible el único teléfono de la casa.

Tuve sucesivos celulares. Lo cierto es que, poco a poco, ellos dejaron de operar, básicamente, como teléfonos. De esto fui tomando conciencia cuando la mayoría de la gente se negaba a dialogar y prefería enviar mensajes de texto cada vez más escuetos, o mensajes de voz que se podían escuchar acelerándolos hasta el doble de su velocidad; suponía que nadie hacía lo mismo con los audios que yo enviaba, presumiendo -hoy me doy cuenta que de manera bastante ingenua- que mis propios audios eran mucho más interesantes que los que yo recibía. 

Por suerte, esa función originaria del celular de servir como teléfono, tan cara a la comunicación directa, no se ha perdido del todo. Aún recibo algunas llamadas telefónicas y escucho la cálida voz humana ofreciéndome adherir a una nueva tarjeta de crédito, o con el propósito de hacerme una encuesta permitiéndome opinar. O, lo que es aún más simpático, me llaman con la intención de que me pase a otra compañía de telefonía celular, tentándome con innumerables beneficios.

También, poco a poco, comencé a considerar a mis sucesivos celulares verdaderas prótesis que, entre otras cosas, me ayudan a un mejor aprovechamiento en el uso de mis cinco sentidos. Respecto del gusto, por ejemplo, me brindan tentadoras ofertas de vinos que seguramente han de encantarme, logrando –antes mismo de comprarlos- que imagine en mi boca sus sabores sin que por supuesto sea necesario degustarlos previamente. Sus cámaras se transforman en mi ojos; sus pequeños parlantes, en mis oídos. Me he acostumbrado a conectarme con el mundo a través de mi tacto toda vez que acaricio las "teclas" que aparecen, como por arte de magia, en sus sorprendentes pantallas. 

Mis últimos celulares han sido capaces de indicarme cuántos kilómetros caminaré o conduciré con mi auto, a qué hora llegaré a cada lugar, cuál es la temperatura exterior y la de mi cuerpo, mi presión arterial e, incluso, cuántos latidos produce mi corazón en diferentes circunstancias. Hago un uso casi constante de los mapas de google ya que me permiten, por ejemplo, averiguar dónde se ubica el baño más cercano cuando estoy caminando lejos de mi casa, ¡e incluso hallar cualquier baño cuando estoy en otro país! 

Gracias a ellos aspiro, como la mayoría de los jóvenes que crecieron con estos celulares inteligentes, a no mirar nunca más televisión, a no perder el tiempo en librerías buscando libros, a no tener que ir a un cine y hacer una larga cola para entrar, a no tener que comprar compact discs o DVDs tan reticentes a la hora de tener que quitarles sus envoltorios de plástico, algo que siempre me resultó sumamente traumático. 

Al celular de turno lo tengo que cuidar; no solo cargarlo cada día, también debo cargarlo en el otro sentido de la palabra: cargarlo con la mano, en un bolsillo o en el asiento de mi auto ya que es absolutamente necesario para él que lo lleve a todos lados. Cada diez minutos suelo acariciar su pantalla para encenderlo y para que se quede tranquilo y sepa que estoy ahí, que no lo abandoné. Con condescendencia acojo la música latosa que suele ofrecerme y escucho, con perseverancia, los tediosos mensajes de voz que guarda. Debo prestarle atención a su pantalla para que me exponga sus fotos, videos y propagandas. Sin mis ojos, oídos y manos, mi celular se sentiría un mero objeto o, más bien, alguien totalmente inútil. 

Depende por completo de mí... Por eso ahora creo todo lo contrario de lo que creía: en realidad la prótesis soy yo, yo soy su prótesis. Siento que soy una terminal que participa de un mundo que aflora a través de miles de millones de otros celulares como el mío. Ese mundo, que algunos de manera despectiva denominan “virtual” dando a entender que no existe, aflora y se puede manifestar gracias a mi humilde contribución y mis cuidados. Soy una de las millones de terminales que le permiten a ese universo existir. 

Eso sí, a veces consigo, no sin esfuerzo, liberarme irresponsablemente de esa tan noble y delicada tarea; logro desenchufarme, como se dice, y vislumbrar el mundo natural a través de mis propios ojos, sentir los olores con mi olfato, escuchar con mis oídos el canto de las voces de un coro real, tocar mi propia piel, probar un vino y decidir por mí mismo si él me gusta o no; logro, en fin, atender a los sonidos, y a los colores de la naturaleza que nos rodea. 

Porque soy realista es que me estoy acostumbrando a la idea de que muy pronto los celulares prescindirán definitivamente de esa función tan obsoleta que es la de ser un teléfono. Es que antes, a cada ser humano se le asignaba un número telefónico. Hoy, en cambio, se le asigna un humano a cada celular. 


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©2021 Marcelo Leonardo Levinas

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